A Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, ideal, maestro y vida de todos los Sacerdotes y seminaristas.
A Madre, la formadora del Corazón Sacerdotal y Víctima de Cristo.
A mis queridas HH. Oblatas de Cristo Sacerdote que, con su vida escondida con Cristo en Dios, dan vida y santidad a ELLOS.
Alejandro López Fernández, seminarista
Oración compuesta por José María García Lahiguera,
inspirada en la Oración de Santa Isabel de la Trinidad
¡Oh mi amado Jesús, Crucificado por amor! Yo quisiera ser una hostia digna de vuestro Corazón divino. Yo quisiera cubriros de gloria, yo quisiera amaros… hasta morir de amor. Pero veo mi impotencia. Por eso suplico que os dignéis revestirme de Vos mismo, que identifiquéis mi alma con todos los movimientos de la vuestra, que me sumerjáis en Vos, que os dignéis invadir todo mi ser, que me suplantéis, a fin de que mi vida no sea sino una irradiación de vuestra Vida. Estad en mí como Sacerdote-Hostia. Amén.
Diario Espiritual, 12 marzo 1976
PRIMERA ESTACIÓN
JESÚS ES CONDENADO A MUERTE
V/. Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R/. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Lectura del Evangelio según san Mateo 27, 22-23.26.
Pilato les preguntó: «¿y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?» Contestaron todos: «¡que lo crucifiquen!» Pilato insistió: «pues ¿qué mal ha hecho?» Pero ellos gritaban más fuerte: «¡que lo crucifiquen!» Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.
Cristo se presenta con un corazón limpio, inocente, blanco, transparente a los ojos del Padre. Cuando el Padre lo mira, loco de amor exclama: “¡Este es mi Hijo, el Amado, el Predilecto!” Se despoja, enseñándonos con ello el único valor: el deseo del amor de su corazón, que viene a este mundo por amor nuestro, despreciando todo lo demás.
En su corazón sorprendemos siempre lo mismo: el Padre. No hay más que la voluntad del Padre. Y como esa voluntad es que sea Mediador, Pontífice entre el Padre y las almas, sabe que tiene que serlo llevando a cabo el sacrificio, la propia inmolación, actuando constantemente en servicio de los hombres para gloria de Dios. Y esto, en auténtica pobreza, despojo, desprendimiento.
Cristo no es un sacerdote que ceba un cordero que va a ser la víctima del año. No, no. Él es la Víctima. Él está cebándose en sí mismo, requiriéndose la inmolación constante. Hay que saber leer entre líneas lo que Él vivió. Sus mismos gestos, su forma de actuar: viajar a pie, no tener donde descansar, no gozar de una morada… En fin, Señor, ¿qué intentas con esto? Y la contestación es: Inmolarlo todo, sacrificarlo todo. Todo en el Sacerdote está orientado hacia el Sacrificio.
V/ Pequé, Señor, pequé.
R/ Ten piedad y misericordia de mí.
SEGUNDA ESTACIÓN
JESÚS CARGA CON LA CRUZ
V/. Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R/. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Lectura del Evangelio según san Mateo 27, 27-31.
Los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la compañía: lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y trenzando una corona de espinas se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y doblando ante él la rodilla, se burlaban de él diciendo: «¡Salve, Rey de los judíos!». Luego lo escupían, le quitaban la caña y le golpeaban con ella en la cabeza. Y terminada la burla, le quitaron el manto, le pusieron su ropa y lo llevaron a crucificar.
En Él hay una voluntad determinada, libre, actuando en todo momento: “A mí nadie me quita la vida: yo soy quien la doy y quien la tomo”. O sea: hay un plan –la voluntad del Padre– al que Cristo responde con el “fiat” de su responsabilidad y libertad, con plena conciencia de su misión. Nosotros no podemos sustraernos a muchas, muchísimas cosas: una enfermedad, un accidente, un contratiempo… Él sí. Pero precisamente por eso, va a la muerte cuando quiere, coincidiendo siempre su querer con la voluntad del Padre. Y el Padre quiere ahora y así.
La razón de su existencia en la tierra, el móvil de todos sus actos, no se cansaba de repetirlo: “Yo he venido a hacer, no mi voluntad, sino la voluntad de mi Padre”. No olvidemos nunca que la obediencia es el ejercicio del verdadero amor, porque une dos voluntades. La forma como el Verbo, como Cristo ama al Padre, es a través de la obediencia. “Mi alimento es hacer la voluntad del Padre”. Es decir: “mi vida se alimenta de eso, mi ser se sostiene por ella”. Él ha puesto toda la ternura, toda la delicadeza, sensibilidad, finura, todo el cariño de Hijo para con el Padre. En una palabra: todo su amor filial.
Callaba ante las injurias, los sarcasmos, las calumnias, los insultos, la condenación injusta. Además, no se queja. He aquí el gran silencio de Jesús, el misterioso y adorable silencio de Jesús. Cristo acepta dolor de espinas, cruz, llagas, bofetadas…y aquí no ha pasado nada: “Me he ofrecido, estoy siendo”. Esto se consigue cuando se vive de verdad en total abandono a la voluntad del Padre. Esa voluntad –de siempre buenísimo Padre–cuando la queremos cumplir en unión estrecha con Cristo Crucificado, se convierte para nosotros en un medio absolutamente cierto de ascender a la santidad.
V/ Pequé, Señor, pequé.
R/ Ten piedad y misericordia de mí.
TERCERA ESTACIÓN
JESÚS CAE POR PRIMERA VEZ
V/. Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R/. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Lectura del libro del profeta Isaías 53, 4-6.
Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino, y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes.
Un corazón que ama como el de Cristo tiene ganas de que llegue el momento de poder demostrar ese amor de la manera más solemne, más patente, más sublime. Tiene que llegar a la locura del amor. Esa trasformación, por mi parte, será a costa de lo que sea necesario entregar y derramar. Será cuando yo corresponda a la prueba del amor de Cristo –dar la vida– dándole mi vida, para que no sea yo quien viva, sino Él quien viva en mí. Vayamos pues inmolándonos en este nuevo camino, en virtud del amor.
Cuando a mí me llegue la hora de sufrir, soy también miembro del Cuerpo de Cristo, Cristo en la parte que me toca. Cuando yo sufro, Cristo está sufriendo en mí. Cuando padezco, Cristo está padeciendo en mí. Cuando lloro, Cristo está llorando en mí. Y esas lágrimas, y ese dolor, y ese padecimiento, unirlo más y más al de Cristo, para que Cristo siga agonizando en mí su terrible agonía. Conocerle, amarle, seguirle; y seguirle hasta la muerte, y muerte de Cruz.
V/ Pequé, Señor, pequé.
R/ Ten piedad y misericordia de mí.
CUARTA ESTACIÓN
JESÚS SE ENCUENTRA CON SU MADRE
V/. Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R/. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Lectura del Evangelio según san Lucas 2, 34-35.51.
Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma». Su madre conservaba todo esto en su corazón.
El sacerdote Único es Él, Jesucristo. Sin embargo, la Virgen es el alma más sacerdotal que ha existido; tanto, que su Corazón de Madre ha dado su sangre para la existencia de ese Cuerpo, que es la Víctima que muere en el Calvario, ofrecida por Sí mismo como Sacerdote Único. Es pues, la Madre de Cristo Sacerdote, la Madre sacerdotal por antonomasia.
La Virgen está en un generoso acto de ofrecimiento, entrega y victimación. Allí está Ella ofreciéndose “por Él, con Él y en Él”. Sin ser sacerdote en sentido estricto, es el alma más sacerdotal que ha existido y existirá. De tal manera que Ella, en la Anunciación dio lugar a la existencia de Cristo Sacerdote; y su misión se logra en la muerte de su Hijo, en la oblación solemne del Gran Sacerdote.
Es, por lo tanto, la oblata que vivió toda su vida en oblación y victimación, de modo primordial por su unión con el Sacerdote que muere en la Cruz; pero también ofreciendo esa oblación por los sacerdotes que participan del Sacerdocio de Cristo y por toda la humanidad: Sacerdotes todos y almas todas que van a ser hijos buenos de la Virgen, por la acción y ministerio de los sacerdotes.
Pero, ¿cómo vivió Ella la pasión? La vivió con espíritu evangélico. Paso a paso, siguió a Jesucristo, aunque en el escondite de su vida oculta, no apareciendo hasta el momento cumbre de la Cruz, donde tenía que asistir como víctima unida al Eterno Sacerdote-Víctima.
V/ Pequé, Señor, pequé.
R/ Ten piedad y misericordia de mí.
QUINTA ESTACIÓN
EL CIRENEO AYUDA A JESÚS A LLEVAR LA CRUZ
V/. Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R/. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Lectura del Evangelio según san Mateo 27,32; 16,24.
Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo forzaron a que llevara la cruz. Jesús había dicho a sus discípulos: «El que quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga».
“¡Ecce venio!” He aquí, Padre que vengo, con un cuerpo capaz de sufrir, para hacer tu voluntad. Latido de amor convertido en palabra de entrega. Ese latido es la primera acción sacerdotal de Cristo, porque es el sacrificio de alabanza, de glorificación al Padre, sacrificio ofrecido ya en nombre y como Cabeza de la humanidad, es decir, como Sacerdote, mediador, representante y pontífice de los hombres cerca de Dios Padre. El Padre, a su vez, a través de la Sacratísima Humanidad de Cristo contempla a todos los hombres.
Cristo sabe que la entrega iba a requerir la Cruz, la inmolación total en sacrifico cruento. De ahí la “necesidad” de la Encarnación, esto es, de tener un cuerpo capaz de sufrir. De un Cuerpo Santísimo que padecerá toda la vida; sufrirá hasta el exceso en los momentos de su Pasión, y morirá entre los más atroces tormentos, en el momento de la consumación total de su Sacrificio, como Víctima Única agradable al Padre. La postura de entrega no es más que exigencia ineludible del amor. Porque el amor es darse, entregarse. Y el entregarse, el darse, es la práctica del amor.
Ofrecido, entregado. Que de tal forma nos transformemos, de tal manera nos esforcemos en hacernos como Él, que podamos decir, ─aunque sea yo el mismo─, ya no soy yo quien vive; aunque soy yo, Él es, sin embargo, quien vive en mí.
V/ Pequé, Señor, pequé.
R/ Ten piedad y misericordia de mí.
SEXTA ESTACIÓN
LA VERÓNICA ENJUGA LA PRECIOSA FAZ DE JESÚS
V/. Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R/. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Del libro de los Salmos 26, 8-9
Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio; no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación.
Esa figura de Cristo contemplada por ti está proclamando que empresa de tal envergadura, como la que te propone, no es cuestión solamente de unas cuantas horas de Calvario, sino el destino de toda una existencia aquí en la tierra. Lo que hace falta es que llegues a la conclusión de que, para poder hacer tu vida una contestación afirmativa a esa llamada a la colaboración, a esos deseos de Cristo, mediante un empleo perfecto de esos medios que Él empleó –oración e inmolación–, no hay más camino que ser “como Él”, para sentir “como Él”, viviendo “como Él”, hasta morir “como Él”.
Todo consiste en ser “como Él”. Pero el alma tiene prisa en llevar a cabo esa empresa gigante, y quisiera encontrar una solución que se lo facilitara y acelerara. Y la encuentra. La encuentra en el amor, cuando el alma se enamora de Cristo, Sacerdote-Víctima, en tal grado que siente la necesidad tremendamente fuerte, tumultuosamente arrolladora, de ser “como Él”. Solo el amor, por una especie de instinto del corazón, es capaz de llevarnos, como en volandas, y sin reparar en lo escabroso y pesado del camino, a ser “como Él”.
V/ Pequé, Señor, pequé.
R/ Ten piedad y misericordia de mí.
SÉPTIMA ESTACIÓN
JESÚS CAE POR SEGUNDA VEZ
V/. Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R/. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Lectura del libro de las Lamentaciones 3,1-2.9.16.
Yo soy el hombre que ha visto la miseria bajo el látigo de su furor. Él me ha llevado y me ha hecho caminar en tinieblas y sin luz. Ha cercado mis caminos con piedras sillares, ha torcido mis senderos. Ha quebrado mis dientes con guijarro, me ha revolcado en la ceniza.
Hace falta enamorarse de Cristo, “y éste Crucificado”; de Cristo, “y éste Sacerdote-Víctima». Porque el amor tiene una doble fuerza: la de la imitación y la de la unión. El amor tiende a la unión de los corazones. Pero todo sabemos que esta unión no puede darse si no son iguales o, al menos, semejantes. Y como el alma se ve tan distinta, tan diametralmente distinta a su Divino Maestro, comprende que no tiene más que un camino para llegar a la unión: la imitación.
Por tanto, enamorarse e ir comprendiendo que ese Cristo no llega a ser total, perfecto, completo, mientras no esté agonizando en la Cruz. Luego, el alma que tiene por destino, vocación, misión, plan divino, precisamente el ser la imagen y semejanza de Cristo Sacerdote-Víctima, debe convencerse de que, el primer paso para lograrlo, es enamorarse de Cristo Sacerdote, en el momento de la victimación.
V/ Pequé, Señor, pequé.
R/ Ten piedad y misericordia de mí.
OCTAVA ESTACIÓN
JESÚS CONSUELA A LAS MUJERES DE JERUSALÉN
V/. Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R/. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Lectura del Evangelio según san Lucas 23,28-31.
Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que llegará el día en que dirán: «dichosas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado». Entonces empezarán a decirles a los montes: «Desplomaos sobre nosotros»; y a las colinas: «Sepultadnos»; porque si así tratan al leño verde, ¿qué pasará con el seco?
Vuestra entrega al Señor en virtud del amor, debe ser total, íntegra e intensa, que pueda decirse que vuestra alma queda como salida de sí misma, “despersonalizada”, hasta llegar a hacer vuestra la expresión de san Pablo: “es Él quien vive en mí”. Todo lo humano nuestro ha quedado asumido, transformado en Cristo; como si Él, Persona Divina, nos hubiera asumido y divinizado; hasta el punto de ser Él, en verdad, “quien vive en mí”, más que ser yo quien vive.
Tienes que sacar esta consecuencia: ofrecer la propia humanidad para dos fines. Uno lo marca san Pablo: para que en ella se complete la pasión de Cristo. Debes sentir lo que Él sintió; y, en consecuencia, en este sentido completar sus sufrimientos. Y debes ofrecer tu humanidad a Cristo para que Cristo siga amando, sufriendo y ofreciéndose. Toda la vida debe ser sacerdotal, inmolada. Exigencia de un amor, que se alimenta de sacrificio. Sacrificio que es, a su vez, la prueba del amor. Esto es Cristo Sacerdote-Víctima. Y así debemos hacer nosotros: ofrecer todo y del todo al que es TODO.
V/ Pequé, Señor, pequé.
R/ Ten piedad y misericordia de mí.
NOVENA ESTACIÓN
JESÚS CAE POR TERCERA VEZ
V/. Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R/. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Lectura del libro de las Lamentaciones 3, 27-32.
Bueno es para el hombre soportar el yugo desde su juventud. Que se sienta solitario y silencioso, cuando el Señor se lo impone; que ponga su boca en el polvo: quizá haya esperanza; que tienda la mejilla a quien lo hiere, que se harte de oprobios. Porque el Señor no desecha para siempre a los humanos: si llega a afligir, se apiada luego según su inmenso amor.
Todo ese sufrimiento, en rigor de justicia, no era necesario. Jesús pudo redimir al mundo entero con una sonrisa. Llegar hasta esa madera, hacer de ella su lecho de muerte, no era necesario. Pero era exigencia, no tanto de la justicia, sino del plan de amor de Dios; del Padre, que quiso dar a su Hijo hasta ese extremo; y del Hijo, que quiso llegar hasta aquí por amor al Padre y a las almas.
En cuanto a la pasión, prueba de amor, y la mayor prueba de amor: com-padecernos, padecer con Él, por demostrarle también nuestro amor, hasta dar la vida, si Él la pide. Pero ya ofrecida desde ahora en holocausto en sus manos, porque nos la ha pedido en vocación sacerdotal.
Sobre ese leño se verificó el “PRO EIS”. La cruz fue, precisamente, donde el Señor cumplió su victimación. Esa cruz que contemplamos fue el altar donde el eterno Sacerdote se ofreció Víctima inmolada, y donde realmente murió: donde se celebró la primera Misa solemne, el gran pontifical celebrado por el eterno Sacerdote Cristo Jesús nuestro Maestro Divino.
V/ Pequé, Señor, pequé.
R/ Ten piedad y misericordia de mí.
DÉCIMA ESTACIÓN
JESÚS ES DESPOJADO DE SUS VESTIDURAS
V/. Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R/. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Lectura del Evangelio según san Mateo 27, 33-36.
Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota (que quiere decir «La Calavera»), le dieron a beber vino mezclado con hiel; él lo probó, pero no quiso beberlo. Después de crucificarlo, se repartieron su ropa echándola a suertes y luego se sentaron a custodiarlo.
Cristo Sacerdote, no encontrando ninguna víctima que agradase al Padre plenamente, Él mismo se hace víctima. Y ofreciéndose a sí mismo –Víctima–, por sí mismo –Sacerdote–, completa el plan divino en su propia persona, en el altar de la Cruz. Y fruto de este sacrificio es que la humanidad ha quedado redimida.
Él se sitúa –porque lo quiere así– en pobreza extrema, para poder ofrecer al Padre la inmolación de todas las cosas, careciendo voluntariamente de todas ellas. Desde un principio, este Sacerdote lo ha inmolado todo. Y no se volverá atrás, porque morirá exactamente igual que ha nacido: sin nada, en pobreza absoluta, inmolándolo todo. Si vivimos así la pobreza, hay en nosotros un espíritu sacerdotal. No es el ser pobre por desprenderse, por no estar apegados… Es sencillamente por ser “como Él”. Y lo único que entonces cuenta y vale es el amor. Y ese amor es precisamente el que exige la renuncia, el que goza en el dominio, el que rebosa de santa satisfacción en el sacrificio.
V/ Pequé, Señor, pequé.
R/ Ten piedad y misericordia de mí.
UNDÉCIMA ESTACIÓN
JESÚS ES CLAVADO EN LA CRUZ
V/. Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R/. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Lectura del Evangelio según san Mateo 7, 37-42
Encima de la cabeza colocaron un letrero con la acusación: «Este es Jesús, el Rey de los judíos». Crucificaron con él a dos bandidos, uno a la derecha y otro a la izquierda. Los que pasaban, lo injuriaban y decían meneando la cabeza: «Tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz». Los sumos sacerdotes con los letrados y los senadores se burlaban también diciendo: «A otros ha salvado y él no se puede salvar. ¿No es el Rey de Israel? Que baje ahora de la cruz y le creeremos».
Habrá que poner ahora los ojos en la Cruz, fijando nuestra mente y corazón en Cristo Sacerdote en el momento de consumar el Sacrificio, en el cual Él mismo es la Víctima. Puestos ahí, a los pies del Crucificado, escuchar la llamada que Cristo hace desde la Cruz.
Percibir que Cristo, en el culmen de su amor sacerdotal, manifiesta sus deseos: “Estoy aquí, culminando mi oblación”, lo que eran las palabras dirigidas al Padre en la Oración Sacerdotal. “Mis deseos son que tú me ayudes, que tú te unas a mí; que tú participes de mí, en estos momentos sublimes, en donde una oblación y una inmolación están siendo la rúbrica de los latidos más delicados de mi Corazón de Sacerdote-Víctima”. Cristo te presenta los medios para que tu unión con Él sea real y efectiva: ORACIÓN, como Él, INMOLACIÓN, como Él.
Cristo, y éste, Sacerdote y Víctima, es perfecto y logrado cuando está agonizando en la Cruz.
V/ Pequé, Señor, pequé.
R/ Ten piedad y misericordia de mí.
DUODÉCIMA ESTACIÓN
JESÚS MUERE EN LA CRUZ
V/. Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R/. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Lectura del Evangelio según san Mateo 27, 45-50.54
Desde el mediodía hasta la media tarde vinieron tinieblas sobre toda aquella región. A media tarde Jesús gritó: «Elí, Elí lamá sabaktaní», es decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Al oírlo algunos de los que estaban por allí dijeron: «A Elías llama éste». Uno de ellos fue corriendo; enseguida cogió una esponja empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio de beber. Los demás decían: «Déjalo, a ver si viene Elías a salvarlo». Jesús, dio otro grito fuerte y exhaló el espíritu. El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba dijeron aterrorizados: «Realmente éste era Hijo de Dios».
El Padre quiere ahora y así. En el mismo instante de exhalar su espíritu, “lanza un grito”. ¿De dónde saca las fuerzas ese agonizante, estando en tan espantosa agonía? ¡Ah! Es que es el dueño de la vida y de la muerte. Muere perdonando a los que han decretado su muerte, a los que son responsables de ella, a los mismos que la llevan a cabo: no cabe mayor prueba de amor. E incluyendo en este su perdón la petición al Padre para que les perdone, “porque no saben lo que hacen”. Perdona, demanda el perdón para ellos, excusándoles… ¡Qué generosidad, qué amor y qué inmolación de todo el ser! En Él no cabía rebeldía ni sentimientos de rencor. Al final, cuando ya no le quede apenas hálito de vida, nos dará a su propia Madre: “Ahí tienes a tu Madre». ¿Cabe más amor? Y al acercarse el momento supremo… «Tengo sed». ¿De qué, Señor? Sed material, ciertamente. La crucifixión la producía en un grado que no puede explicarse. Pero esa sed no es ni sombra de la que le abrasa: de más amor al Padre y a las almas. Muere en la soledad más horrorosa. Hasta el Padre parece abandonarle. Y ni siquiera se atreve a llamarle “Padre”: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Y ante este misterio, tal vez el más profundo e inexplicable de Cristo, que nos debe anonadar, las blasfemias, las risas, la burla…
Los discípulos han huido, y los pocos allegados que están al pie de la cruz tiemblan espantados. La Virgen sí, la Virgen con Él, sufriendo también con Él ese desamparo, que la ascética cristiana y la mística más sublime no saben descifrar. Porque el que se está muriendo es Dios, y Dios es feliz. Y el Padre está en Él y Él en el Padre; y es un solo Dios; y es el Hijo muy amado. Misterio, la soledad de Cristo en su muerte. Aquí no cabe más comentario que el silencio y la adoración.
Muere por fin. Por fin descansa en el seno del Padre. Ya todo terminado, todo cumplido. Entonces sí, la palabra “Padre” vuelve a aflorar en sus labios: “Padre, en tus manos…”
Dice el evangelista San Juan que, después de tomar el vinagre que le habían dado pretendiendo apagar su sed, dijo: “Consumado está. E inclinando la cabeza, entregó el espíritu”. Y murió. ¡Con qué paz! Podemos decir que la palabra «Padre» le hizo morir sonriendo. Así muere un Dios, ¡Misterio de misterios! Así muere el Sacerdote, ofreciendo el sacrificio en el cual Él mismo es la Víctima.
Podemos sintetizar en cinco palabras todo este conjunto de sentimientos: amar, sufrir, orar, callar, sonreír. Sonreír: no es que Cristo sonriera en la flagelación; no sonrió cuando sudó sangre en Getsemaní. Pero el mundo interior de Cristo permaneció en el secreto de su corazón. No trascendía fuera más que la paz, la serenidad, la majestad de aquel Ser que era Dios. Cuando muera, el mismo centurión, y hasta la ciudad entera, tendrán que proclamar: “Verdaderamente era el Hijo de Dios”. Nadie muere así, más que Él.
V/ Pequé, Señor, pequé.
R/ Ten piedad y misericordia de mí.
DECIMOTERCERA ESTACIÓN
JESÚS ES BAJADO DE LA CRUZ Y PUESTO EN BRAZOS DE SU MADRE
V/. Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R/. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Lectura del Evangelio según san Mateo 27, 54-55.
El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba dijeron aterrorizados: «Realmente éste era Hijo de Dios». Había allí muchas mujeres que miraban desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para atenderle.
En la penumbra, en la oscuridad, siempre Ella, la que dio su carne y sangre para que Él tuviera humanidad pasible. Ella, la que dio su “permiso” para que hubiera Getsemaní. Ella, la que estuvo al pie de la cruz, diciendo “fiat” con su Hijo al Padre celestial. Es el aspecto sacerdotal del “fiat” de la Virgen. Eco –de Virgen Dolorosísima– al “fiat” con que inició su etapa de Madre de Jesús. Allí va a sentir el dolor tremendamente agudo de que le entreguen otro hijo, porque el Hijo suyo muere en el Calvario. Allí va a estar Ella, llorosa, dolorosa, pero valiente y firme, al pie de la cruz, elevando en la patena de su dolor la Hostia consagrada de esa vida que se consuma y se consume: la de su Hijo divino, sobre el cual tiene derechos maternales, que cede gustosa ante la voluntad del Padre celestial. Allí está su oblación. Allí está su victimación. Que, si al Hijo le atraviesan el cuerpo, a la Madre le atraviesa una espada de dolor el corazón virginal.
La Virgen, con su “fiat” ha hecho posible todo lo sacerdotal. Es la Madre, es la fuente, es el principio, ya que Ella con su “fiat” dio realidad a esa consagración sacerdotal de Cristo en el momento de la Encarnación. Y dio efectividad a esa victimación de Cristo, porque con esa carne y sangre –humanidad perfecta– había de consumar Cristo su sacrificio en la cruz. Su Corazón tiene que hacerse eco permanente de los latidos del Corazón de Cristo.
Madre en la Encarnación. Orante en la vida oculta. Ofrecida en el Calvario. Es en las horas de soledad donde más y mejor se puede recordar la misión encomendada, el cumplimiento de la misma y la consumación de todo el plan divino. A partir de ese momento, a través de Juan y los Apóstoles y hasta el fin de los tiempos, la Virgen comenzará y continuará sin interrupción a hacer con los sacerdotes lo que hizo con Jesús. Porque es para los sacerdotes lo que fue para Jesús.
V/ Pequé, Señor, pequé.
R/ Ten piedad y misericordia de mí.
DECIMOCUARTA ESTACIÓN
JESÚS ES PUESTO EN EL SEPULCRO
V/. Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R/. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Lectura del Evangelio según san Mateo 27, 59-61.
José, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia, lo puso en el sepulcro nuevo que se había excavado en una roca, rodó una piedra grande a la entrada del sepulcro y se marchó. María Magdalena y la otra María se quedaron allí sentadas enfrente del sepulcro.
“Ahora yo he terminado la obra que tenía que llevar a cabo”. Esta frase la pronunció antes de morir unida a la otra de: “Ahora, glorifícame, Padre”. Es verdad que ya en la Cruz el Señor había dicho: “Consummatum est”. Pero una cosa es que en Él se hayan verificado todas las cosas de Él predichas, y otra que “su obra”, la obra que el Padre le había encomendado, estaba ya terminada. No acaba Cristo en el Calvario. En el Calvario muere, pero no acaba. Acaba su obra cuando Él triunfa por la Resurrección.
En el fondo de esa cruz, no hay más que un amor inexplicable de Dios a los hombres, que no se satisface sino viéndonos “como Él”. Cristo tiene que completar su obra, en su Cuerpo Místico, en todos los redimidos.
V/ Pequé, Señor, pequé.
R/ Ten piedad y misericordia de mí.
ORACIONES FINALES
Pidamos por el Santo Padre, por su salud e intenciones y por las necesidades de la Santa Madre Iglesia, y para ganar las indulgencias de este Santo Vía Crucis.
Padrenuestro, Avemaría y Gloria.
Jesús, quiero vivir como Tú, trabajar como Tú, sufrir como Tú, amar como Tú, morir como Tú, ya que amor con amor se paga. Señor, que tu alma y tu cuerpo, antes de separarse en la Cruz, me santifiquen y salven. Que tu sangre y agua del costado, antes de verterse la última gota, me embriaguen y laven.
Que tu Pasión y tus llagas me conforten y defiendan. ¡Oh Jesús, buenísimo Jesús! No permitas que el enemigo me separe de Ti, y así en la hora de mi muerte, al ser llamado para ir a Ti, pueda exclamar seguro contigo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, y dicho esto expirar, ¡morir! y alabarte con tus santos por los siglos de los siglos, en la gloria. Amén.
José María García Lahiguera
Final del Sermón de las Siete Palabras – 1961