TIEMPO DE ADVIENTO
Así hablaron nuestros Fundadores

 

Estrenamos año litúrgico. En él, la liturgia de la Iglesia nos va a incorporar de forma eficaz al Misterio de Cristo y, a través de los distintos tiempos que lo integran, la acción del Espíritu Santo que brota del ejercicio permanente del sacerdocio de Cristo (liturgia), nos va a transformar y a santificar si nos abrimos y dejamos mover por Él.

El Adviento es tiempo de escucha y esperanza. Con él, la Iglesia quiere que nos preparemos a recibir al Señor en esta próxima Navidad, pero también quiere ayudarnos a reconocerle mejor en todas esas otras veces que viene a nuestro encuentro en la vida diaria (venida presente) y, que no se nos olvide que vendrá también al final de nuestra vida y del tiempo (venida futura). Comencémoslo con ilusión y alegría para que ninguna gracia se desperdicie.

 

José Mª García Lahiguera en este texto que presentamos nos indica algunas actitudes que deberíamos fomentar durante este Adviento para prepararnos bien a recibir a Cristo en la Navidad.

«Como sabéis, al hablar del adviento, nos referimos a tres venidas del Señor, y las tres son históricas. Una es pasada; otra, podemos considerarla como presente y, la otra, es futura. La venida “ante”-pasada histórica, es la de Belén; la venida histórica presente, es la comunión sacramental; y la venida histórica “pre”-futura, es cuando venga juzgarnos al fin de nuestra vida; y no aludo aquí al fin del mundo: juicio universal, porque ya no hace tanto al caso, ya que para nuestra alma –como es de esperar que esté en el cielo, cuando llegue el juicio universal-, será la confirmación de su predestinación y la unión con el cuerpo resucitado, también glorioso. Ahora, voy a indicar lo que yo creo que debe ser preparación y postura ante un Belén inmediato, futura en cuanto conmemoración, fiesta litúrgica, pero que nos recuerda un Belén histórico. Y con la fe inmensa de que lo que el alma ahora haga ante este Belén que se aproxima como conmemoración, sea lo que Jesús sintió en aquel Belén histórico de hace 20 siglos, en aquella venida histórica ya pasada. A mi modo de ver, la postura del alma ante este Belén, encierra, en primer lugar, la contemplación de lo que llamaríamos las grandes virtudes del Niño; en segundo lugar, esas virtudes vividas intensamente por el alma; y, en tercer lugar, todo esto sin confundir esas virtudes de niño, con niñerías o infantilismo, que eso está muy próximo a las ñoñerías. Pero, eso sí, entendiendo todo esto, según la frase evangélica, de “si no nos hacemos como niños, no entraremos en el reino de los cielos”.

Y entonces, quiero recordar aquella maravillosa doctrina de la “infancia espiritual”.

Pero, ¿dónde está la esencia de la “infancia espiritual”? En las tres virtudes características del niño. Y, ¿dónde están, entonces, para nosotros la fortaleza, la virilidad que da la palabra espiritual a la palabra infancia? Sencillamente, en que, y como ya no somos niños, nos cuesta enormemente practicar de esas virtudes, y lo que hace falta es, precisamente, hacerse como niños, y practicar las como si tales niños fuéramos, porque en verdad lo somos ante el Señor, en el orden espiritual. “Infancia espiritual”.

Primera virtud del niño: sencillez. El niño es sencillo por naturaleza. Quiero decir: no tiene doblez, no tiene repliegues; lo que siente, dice; su cara es un libro abierto, sus ojos fáciles a toda vista. Pero, sobre todo, es que ojos y cara son una manifestación de un fondo interior, de un alma. Para él, todo es limpio, todo es claro, todo es transparente, todo es fúlgido, todo eso como cristal limpio, todo está como en escaparate. Y como para él, todo es así, porque nunca jamás piensa mal, ni sospecha, ni juzga mal, ni opina mal, nunca ve nada de doblez en las gentes, en las personas, porque la vida para él es sencilla con la sencillez con que el mismo la vive.

Segunda virtud del niño: la humildad. El niño nunca se apropia las cosas; el niño nunca siente vanidad ni vanagloria –habló en edades primeras, porque ya despunta la tontería en niños que son especialmente aventajados o, si no lo son, les viene con el tiempo, y de ordinario, muy pronto, por desgracia-. Pero, en fin, los niños de verdad -niños-niñas-, son incapaces de atribuirse a sí mismos gloria, satisfacción, vanidad, complacencia. El niño, normalmente, no es así; a lo sumo tiene ciertos goces, ciertas alegrías si las cosas le salen bien, si sus papás están contentos; pero todavía no comienzan a apuntar en él la vanidad, la vanagloria, la complacencia. Su reacción es, sencillamente, una manifestación espontánea, sincera, -también sencilla-, de un alma que no sea propia de las cosas. En él, esto suele ser por falta de reflexión, por falta de años, quizá no sea no por virtud, que eso se demostrará sí la tiene más tarde, cuando sea mayor.

Nuestra humildad ha de ser consciente, no inconsciente como la del niño, porque nunca piensa en sí. En nosotros tiene que ser consciente, porque al pensar en nosotros nos damos cuenta de lo que somos: que somos miseria, que somos pecado, que somos nada. Y, entonces, al ser conscientes de esto y queremos “andar en verdad”, que decía Santa Teresa, entonces, nuestra humildad se ha de asentar en la verdad de lo que somos, que es lo que quita el orgullo, quita la soberbia, quita el amor puro, quita todas las manifestaciones al exterior de esos grandes vicios a los cuales tendemos por un impulso del veneno que recibimos por el pecado original, en virtud del cual los hombres quisieran ser como dioses – nuestros primeros padres-, y conocer la ciencia del bien y del mal.

Es verdad que siempre tendremos vivo en nosotros el amor propio, siempre la exigencia de este orgullo indómito en nuestro interior; pero con la gracia de Dios, la virtud de la humildad nos hará, por conciencia de lo que somos en la verdad, y de lo que tenemos que ser, y por la gracia de Dios, que, insisto, la pedimos, nos hará humildes como los niños, para que lo que ellos son por falta de edad, nosotros lo seamos por el ejercicio práctico de esta virtud, y juntamente con ella, la confianza, que es otra característica del niño.

Porque el niño nunca piensa en problemas más o menos terroríficos, en que algo le va a faltar. Ve llorar a su madre, ve que su padre no sale de casa, porque no tiene trabajo. El niño no sabe qué es eso, y no sabe las consecuencias de no tener su padre trabajo. Sin embargo, el niño sabe que siempre tendrá el trozo de pan a la comida, que tendrá lo que le haga falta por la noche, porque, al fin y al cabo, sus padres… ¡no pasa de ahí! Confianza absoluta, confianza ilimitada, es la característica del niño y es, por tanto, la característica de la “Infancia espiritual”. Confianza absoluta en Dios que es nuestro Padre: es la que tenía ese Niño en el portal de Belén en su Padre celestial.

He aquí, a mi modo de ver, cuál debe ser la postura del alma que se aproxima al portal de Belén, con la gran ventaja de que estas virtudes no han de ser características solamente del tiempo de Navidad -preparación en el adviento-; sino que han de ser virtudes características de una santidad evangélica, porque, al fin y al cabo, Jesucristo nos lo dice claramente, que “si no somos como niños, no entraremos en el reino de los cielos”»

De un Retiro dado a las HH. Oblatas de Cristo Sacerdote- Diciembre 1962

 

 

Madre Mª del Carmen Hidalgo de Caviedes, por su parte, nos ayuda a identificar algunos riesgos que nos pueden dificultar a vivir con intensidad este tiempo de Adviento:

«El Adviento es un tiempo que nos reclama mucho en profundo de espíritu y, sin embargo, es muy fácil que, casi desde el primer momento, se esté poniendo la mirada en el término de unas Navidades. Se va anticipando la preparación de ellas, se va poniendo más fuego y más empeño en irlas preparando, y este tiempo de Adviento, puede quedar frustrado, sin apenas aprovechar la ocasión de ese profundizar más en el Misterio de Cristo, y responder mejor.

Este Tiempo parece que nos acucia más; al menos, nos hace centrar todo el esfuerzo, la energía, el pensamiento, la ilusión más, en la venida de Cristo, y exige una petición incesante, pero una petición con esfuerzo, con sacrificio, con tensión verdadera, con ansiedad en el alma, que vaya anhelando derramar la mirada del espíritu, del alma a ese montón de millones de almas, para las que ni este Tiempo ni otro es una espera de Cristo, o porque no le conocen, o porque no les interesa. Entonces, derramar la mirada del alma así, sin límites, porque son, en el plan salvífico de Dios, criaturas que esperan la venida de Cristo, aunque ellas ignoran esta esperanza.

La preparación de la Navidad es una cosa como algo que tiene que hacerse con el gozo del alma cristiana, del alma consagrada, al conmemorar la venida de Cristo, que nos salva ya. Pero hay que vivir profundas, sin que nada nos haga incumplir el reclamo de este Tiempo, aprovechando los medios que la Liturgia nos da y la propia vida nos obliga.

Tendríamos que sentir esa urgencia. Yo diría que la humanidad, que las almas necesitarían hoy una redención nueva como entonces. Basta que se descubra un poco el panorama del mundo: las guerras, el hambre, las rencillas, las envidias… Y dentro de un mundo más cristiano, ese signo de secularización en el olvido total de los primeros compromisos con Dios, de realizar los programas, las propias vidas con un olvido tan grande de ese misterio de amor de Dios, que es misterio de humildad, de obediencia, de sumisión, de donación, de búsqueda de lo sobrenatural.

Entonces, tenemos que vivir profundamente, en este Adviento –como gracia que nos haya tocado vivirlo–, esta realidad de un Dios que encuentra a las criaturas lejos; de un Cristo que se consume en ansias de llegar ya;

Humildad, soledad, silencio; voluntad del Padre en cada latido de corazón, de alma, de espíritu. Ahondar en el Misterio de Cristo, con Madre. Mirada a ese mundo de almas, a las que Él, por plan salvífico, por voluntad de amor, quiere llegar y están lejos. Hay que acercarlas, porque Dios, en su plan eterno, contaba con este Adviento, con estos días de más intensa oración, de más profunda fidelidad en nuestra misión «pro eis et pro Ecclesia».

Que Cristo nazca, que su Espíritu reine, que para todas sea ÉL, VIDA, desde ya.»

De un acto dado a las HH. Junioras- 28 noviembre 1971

¡VEN, SEÑOR JESÚS!

FELIZ ADVIENTO