Compartimos este hermoso testimonio que hemos recibido sobre Madre María Pilar Adámez, fallecida el pasado 28 de abril, a causa del coronavirus.

Mi nombre es Sergio Rufo Benavente, Psicólogo Clínico de Profesión. El motivo de ponerme en contacto con vosotras es mi voluntad de compartir abiertamente mi testimonio acerca de mi experiencia durante los últimos días de vida terrena de la Madre Pilar Catalina Adámez, a quien tuve la inmensa fortuna de conocer en calidad de referente del Servicio de Salud Mental durante el programa de Acompañamiento y Apoyo Psicológico puesto en marcha por iniciativa del Hospital Juan Ramón Jiménez de Huelva, coincidiendo con los momentos más duros de la pandemia.

Me haría muy feliz que mi testimonio se diese a conocer en la sección correspondiente, así como mi imagen personal y mi nombre completo, en pública muestra de agradecimiento por el muchísimo bien que su ejemplo de fe y de entereza aportaron a mi vida durante nuestras breves pero profundas conversaciones telefónicas.

A continuación relato mi experiencia, no sin antes dejar de agradecerles su labor contemplativa, y con la esperanza de que a través de la narración de mi vivencia personal otras personas puedan beneficiarse del carisma y de ese ejemplo maravilloso que como regalo nos dejó a todos la Madre Pilar.

«TESTIMONIO»

Mi nombre es Sergio Rufo Benavente, actualmente Facultativo Especialista de Área en Psicología Clínica, Psicoterapeuta acreditado y católico practicante, de educación salesiana. Movido por la infinita gratitud a causa de la generosa bendición recibida al tener la fortuna de serme asignado el caso de la Madre Pilar Catalina Adámez, concediéndoseme por tanto el privilegio de ser testigo y beneficiario de su admirable ejemplo de entereza, fe y calidad humana durante sus últimos días en esta tierra, quisiera dar a conocer mi testimonio con la esperanza de que el lector que tenga a bien leer estas líneas tenga la oportunidad de beneficiarse del mismo tanto como le sea posible.

Corrían los primeros días de la expansión del virus COVID-19 a nivel mundial; aunque por fortuna Huelva (al igual que Almería) fueron las provincias con menor tasa de afectados en comparación con otras del resto de España, el número de personas que sufrieron sus consecuencias y la cantidad de sufrimiento provocado no fueron de ninguna manera desdeñables. A nivel hospitalario, los sanitarios de todas las categorías y especialidades vivimos (muy especialmente las semanas iniciales) un período de incertidumbre, desorganización y necesidad de reorganización inmediata de todos los aspectos, tanto asistenciales como administrativos y relativos a la gestión de recursos, que nos obligó a poner a prueba nuestra capacidad resolutiva y otros tantos recursos personales y profesionales. Me encontraba yo por aquel entonces terminando mis últimas semanas de mi formación de cuatro años como Especialista en Salud Mental en la Unidad de Hospitalización de dicho Servicio, en el mismo edificio. Desde nuestro sector, nos correspondía a nosotros atender, tratar según nuestra disciplina e intentar aliviar en la medida de lo posible los perjuicios psicológicos y eventuales desórdenes psiquiátricos que inevitablemente hicieron mella tanto en pacientes como en familiares afectados por la situación sanitaria. Mi por aquel entonces tutora y adjunta, mujer de admirable carácter e iniciativa, diseñó e impulsó (no sin un considerable esfuerzo por su parte) un programa en el que consiguió involucrar a la práctica totalidad de los Psicólogos Clínicos del Área Hospitalaria de Huelva, así como también a algunos Médicos Psiquiatras que voluntariamente se prestaron a unirse a la misma.

Como residente, y hasta que se logró una adecuada coordinación y reparto de los casos entre todos los profesionales que llevamos a cabo el proceso, compartimos algún tiempo de forma equitativa mi tutora y yo los casos que diariamente los Servicios más directamente involucrados en el tratamiento de los afectados (en concreto, Medicina Interna, Enfermedades Infecciosas y Unidad de Cuidados Intensivos) nos remitían vía Interconsulta. Esto suponía recibir, cada mañana, el recibir una media de seis a ocho carpetas de Historias Clínicas (entiéndase, dramas humanos) cada uno, habiendo de encargarnos a un ritmo casi frenético de clasificarlas, revisar los antecedentes de cada caso, calibrar su orden de importancia en función de la estimación de su gravedad y contactar telefónicamente con los familiares (y, en los casos en los que fuese posible, con los pacientes mismos o con ambos) para la correspondiente valoración, intervención en crisis y seguimiento si procediese. Detrás de los informes, las carpetas y las incontables cifras correspondientes a los Historiales nos topamos frente a frente con el dolor y el sinsentido en toda su crudeza; es de suponer y así suele ocurrir en la práctica, que nuestra formación (dando por descontado los elementos vocacionales) nos prepara para sobrellevar digna y profesionalmente el sufrimiento ajeno; pese a ello, fue ineludible tanto el sufrir con los que sufrían como el alegrarse junto a aquellos tenían motivos para celebrar. No considero necesario detenerme en detalles particulares acerca de las múltiples problemáticas que abordamos, ya que cualquiera puede imaginar con un sencillo esfuerzo de imaginación y empatía, si es que no conoce ya alguno de primera mano pudiendo prescindir así de ambas.

La carpeta con el Historial Clínico de la Madre Pilar no llegó a mis manos desde un primer momento, sino siendo que tenía ya a mi cargo aproximadamente unos quince casos en seguimiento. En la hoja de Interconsulta aparecía un número de contacto que no correspondía directamente a la Madre, sino que comunicaba con una de las Hermanas, la cual se encontraba a cargo de ponerme en comunicación con ella de manera indirecta. Desde el primer momento en que hablamos (he de confesar mi completo desconcierto al recibir un «Ave María» por saludo al otro lado del teléfono, ya que en el momento de mi primera llamada desconocía el perfil del caso, no encontrando otra opción que salir al paso con un cortés y titubeante «buenos días»), pude advertir en el contenido y tono de la voz de esta persona -que estoy seguro sabrá disculpar que haya olvidado su nombre- una peculiar sensación de respeto y reverencia hacia la Madre, sensación que poseía un carácter misteriosamente contagioso y que no tardó en envolverme por completo. Me puso al tanto de la gravedad del caso de la Madre Pilar, así como también acerca de aquello que para los Psicólogos es tan importante indagar en estos casos, y que en nuestra jerga técnica llamamos «Habilidades de Afrontamiento»; a fin de cuentas, los puntos «fuertes» actitudinales o «Estrategias Adaptativas», por lo general estables y únicos en cada persona, que estas utilizan para hacer frente a crisis vitales o situaciones adversas.

No tardó en llamar poderosamente mi atención el hecho de que esta Hermana narrase la situación de una manera a todas luces diferente de los relatos a los que hasta entonces estábamos habituados. En concreto, frente a la natural tendencia a la movilización en la red de apoyo (ya sea familiar o de otro tipo) de recursos emocionales dirigidos al consuelo y al «abrigo» del enfermo, al que acompaña de manera inevitable el consecuente resentimiento y desgaste emocional de dicha red, a menudo llegaban a mis oídos (para permanecer posteriormente revoloteando en algún lugar de mi espíritu) afirmaciones que venían a asegurar que «la Madre Pilar les estaba transmitiendo a todas sus Hermanas una gran cantidad de fuerza y un auténtico ejemplo de fe». De modo que en esta ocasión era «el enfermo» el que se encontraba «inyectando fuerza» de alguna singular manera, invirtiendo los roles habituales, a su red de apoyo. Si la memoria no me traiciona creo haber llegado a bromear al respecto de este asunto con esta persona, a la cual parecía resultarle igualmente sorprendente. De este modo, antes siquiera del mi primer contacto personal con la Madre Pilar, pude sentir de manera muy especial y por medio de la intuición un carácter bastante fuera de lo ordinario. No me gustaría dar a entender bajo ninguna circunstancia con lo aquí referido que las Hermanas no se encontrasen preocupadas y dolientes ante la situación de la Madre (por lo que me contó mi informadora, mis humildes oraciones diarias por su salud eran acompañadas incesantemente por el clamor constante y poderoso de las de toda su Congregación), tan sólo pretendo dejar constancia del hecho extraordinario de que, aun cargando con su cruz y en mitad del sufrimiento (en palabras de mí ya confidente) las Hermanas sentían que la Madre Pilar «les estaba haciendo mucho bien». Esa fue la expresión que reiteró en más de una ocasión y que ha quedado grabada para siempre en mi memoria.

Por primera vez, recabada ya la información pertinente, me dispuse a levantar el teléfono, esperar al contacto y conversar al fin personalmente con la Madre Pilar, presa ya de una de una expectación más que justificada. Lo que encontré al otro lado de la línea (esta vez iba yo ya preparado para ser saludado con un «Ave María», permitiendo una respuesta al menos medianamente digna por mi parte) fue una dulcísima y maravillosa voz de anciana (enérgica y risueña, entre alguna que otra risa sólo frenada por la implacable tos, fruto de sus dificultades respiratorias), que poseía -al menos esa fue mi percepción- la alegre virtud de levantar, como «a golpe de empujón» (no encuentro una expresión más precisa para describir este firme aunque sutil «impacto»), el ánimo del que la escuchaba, virtud de cuya fuerza en mi opinión carece el más conseguido de los antidepresivos actualmente al uso. Ante mis preguntas acerca de su estado físico, contestó siempre franca y abiertamente sin omitir ni disimular sus molestias, si bien puedo asegurar que en ningún momento pude percibir indicio alguno de actitudes victimistas o quejosas. Simple y llanamente, la Madre proporcionaba imparcialmente los datos que le yo le iba solicitando, dando a veces la impresión de que se esforzaba, más que por desahogar su dolor o sentirse atendida, por facilitar mi trabajo en un tono que llegaba a rozar lo maternal.
En lo referente a su estado psicológico, sencillamente me sentiría ridículo tratando de comunicar en un lenguaje técnico su actitud ante el sufrimiento y la perspectiva de su partida próxima. En psicología, abundan los estudios sobre «Afrontamiento de Tipo Religioso» o «Coping Religioso», términos que hace referencia a los efectos beneficiosos y al carácter adaptativo que las personas religiosas (frente a las no religiosas) despliegan ante las dificultades.

Aunque con todo el rigor podría emitir como juicio profesional que la Madre Pilar hizo un uso excelente de este tipo de habilidades, me veo obligado, no sé bien si por honestidad o ya por pura decencia, a afirmar que lo que pude «ver» en ella «hace pequeñas» y vacías de contenido este tipo de expresiones. Lo que pude «ver» en la Madre durante nuestras conversaciones (y es precisamente esa «visión» el núcleo de mi testimonio y lo que me ha dejado profundamente marcado en lo más hondo mi ser) fue nada más y nada menos pura fe, aceptación alegre de lo que Dios le tuviese preparado y una confianza «risueña» en Él que, poniendo por delante mi experiencia profesional como conocedor profundo de las personas, fue totalmente genuina y humanamente «indisimulable»  .Con sencillez y alegría, La Madre se encomendaba completamente confiada a los brazos del Padre, como lo haría una niña pequeña. A veces, por la calidad del sonido y sus dificultades puntuales en la articulación del discurso, se me fueron escapando algunas frases, pero pude recibir (aparte de ese halo de gozo sencillamente inefable que de ella emanaba, aunque tan real como el teclado con el que estoy escribiendo) claramente su mensaje: «El Señor me ha concedido la gracia de acompañarlo en el sufrimiento, y para mí es un motivo de gran alegría.» Un mensaje extraordinario que avalaba con su mismo ejemplo; el mensaje y la mensajera eran uno.

A menudo agradecía explícitamente mis llamadas, hecho que me provocaba emociones encontradas al sentir sinceramente que, en todas y cada una de ellas, era yo quien colgaba el teléfono con mi energía renovada y el sabor invisible de una alegría que sería difícil explicar (además de no haberla llamado tan a menudo como hubiese podido, de lo cual me arrepiento profundamente). Además de esto, nunca olvidaba asegurarme sin falta que me tenía presente en sus oraciones, lo cual fue recíproco, y lo es para mí hasta el día de hoy.

Pasado el tiempo, desde el Servicio seguíamos atendiendo a gran cantidad de pacientes, aunque ya con la ayuda del resto del servicio, nos vimos grandemente aliviados de carga asistencial. En este contexto, ya más relajado, en no menos de dos ocasiones me sorprendí a mí mismo marcando su teléfono sin ser estrictamente necesario. Siendo sincero, lo hacía tan sólo por el placer de poder charlar con ella aunque sólo fuesen unos breves instantes. Hoy me arrepiento de no haberlo hecho más a menudo; de no haberlo hecho, incluso, varias veces en el mismo día. No son numerosas las ocasiones en las que la vida te pone en el camino a personas extraordinarias, y es propio de necios el no saber aprovecharlo. En una ocasión, por problemas de salud, se encontraba especialmente delicada y no pude comunicarme con ella, no supe yo entonces que nuestra última conversación había tenido lugar ya pasada una semana (en aquellos momentos, debido a problemas personales y profesionales, pasé cerca de una semana sin volver a contactar con ella). Una mañana, ya resuelta en parte mi situación, marché al trabajo decidido a llamarla en primer lugar en la mañana. Al llegar al despacho y abrir el programa de gestión de historial, sentí un repentino nudo en mi garganta al ver su nombre envuelto en la franja violeta que señala de manera directa y visual al profesional cuando un paciente ha fallecido (o «Ha sido Éxitus», expresión que utilizamos como eufemismo en el contexto sanitario). La Madre había fallecido la noche anterior (¡tan sólo un día, falleció la noche anterior! ¡tan sólo un día más de vida y podría a haber vuelto a hablar con ella!) y yo había dejado de llamarla con la frecuencia correspondiente arrastrado por el torbellino de mis asuntos personales. Sentí una profunda tristeza y un doloroso sentimiento de culpa, a la vez que un grato halo amor de amor; no en vano el Señor escribe siempre recto sobre renglones torcidos. Tardé unos minutos en recomponerme, después atendí un par de llamadas para sentir recuperar dentro de mí la fuerza de ánimo. Finalmente, marqué el teléfono de mi informante para comunicarle mi pesar por la partida de la Madre. En su admirable entereza creí reconocer un resquicio de tristeza; lo sentí reconfortante al notar que, en lo profundo, su tristeza y mi tristeza, disimuladas en la superficie con una pátina de forzada formalidad, se abrazaban en lo profundo. Volvió a recordarme que hasta el último momento les dijo que la Madre Pilar me había tenido presente y que aseguró que «yo la había ayudado mucho». Estas palabras traían a mi alma una mezcla de felicidad acompañada de una cierta sensación «indignidad», de un cierto «no merecerlo». Podría haberla llamado más a menudo, podría haberlo hecho mejor, y no lo hice.

Al despedirnos, tratando de mostrarme tan simpático como pude, dije a mi informante algo en tono intrascendente parecido a «bueno, ya sabemos que tenemos en el Cielo a alguien que nos puede echar una manilla». Tras un segundo de silencio, ella respondió claramente, en un tono solemne e indefinible, en contraste a mi superficialidad forzada, con ese timbre característico de quien concede a sus palabras su pleno sentido:

-Sí, UNA INTERCESORA.

Su frase (y su tono) se clavaron en mí como una lanza. Y así continúo sintiendo hoy, tan netamente como el aire que respiro, a la Madre Pilar Catalina Adámez, como una intercesora amorosa y risueña que, de tanto en tanto, entre quién sabe a qué juegos incomprensibles para nosotros se dedica Ahí Arriba, sigue pendiente de aquellos que hemos tenido la suerte de conocerla, atando y desatando asuntos de aquí abajo, siempre por nuestro bien, a saber por qué caminos misteriosos.

Quiero dar las gracias a la persona que ha estado en contacto conmigo todo este tiempo (mi informante, ella sabe quién es) y no ha dudado en prestarme su atención cuando yo mismo la he solicitado así como a las Oblatas de Cristo Sacerdote, por su labor silenciosa y encomiable.

Y, por supuesto, gracias también a la Madre Pilar, por su ejemplo y por su compañía, así como a Aquel que la puso en mi camino.

Ave María.